viernes, 18 de junio de 2010

(SIN TITULO)

Cinco y media de la mañana. Maldito despertador. Y si fuera para otra cosa, pero para esto, para despedirla… para eso no gusta madrugar. Unas buenas vacaciones. Una buena juerga en ciernes, eso sí es una buena razón para madrugar. Pero para decirle adiós… no.

Y se va porque yo lo quiero así. Hay amores que no funcionan, y hay que tener los bemoles suficientes para decir basta sigue cariño con tu vida que yo seguiré con la mía porque estoy harto de tus caprichos y de tus necesidades de tremenda italiana sabedora de tu belleza que me hace sufrir mientras otros te miran y yo me muero de celos y a la vez de orgullo por tenerte cerca pero ya no puedo más con esto… y así puedo seguir hasta el infinito. Tal es el resentimiento que llevo dentro. O a lo mejor es la mala leche por el madrugón.


La conocí hace cuatro años. Ha llovido desde entonces (especialmente en el norte). Era como esas personas que siempre has visto en tu ciudad, en tu barrio, o eso es lo que piensas, y de repente se han metido en tu vida hasta la cocina. Un amor a primera vista, que diría un estúpido. Esas cosas no existen, hombre. Yo creo que los amores se van formando con el paso del tiempo, no hace falta demasiado. Dos, tres, cuatro miradas, cinco, seis, siete palabras, ocho, nueve, diez años más y quizá la cosa funcione. Anda que estoy positivo.


Pero yo a lo mío. Hoy se va y, como buen caballero voy a despedirla como se merece. Con un adiós muy buenas. Mentira; sufriré, estoy seguro; la veré marcharse de mi lado, de mi existencia, para verla a lo mejor en alguna remota fotografía. Porque cualquier cosa que no sea a mi lado será lo mismo que remotísimo.


Llego al punto de encuentro para el fin. Llega su transporte. No cruzamos palabras, o puede que yo no las escuche. Aunque es curioso, sí escucho las voces de mis compañeros, que me hablan sobre tonterías, quizá para intentar quitar hierro al asunto, poner algo de miel a la hiel. No lo consiguen. O sí?


La verdad es que el sueño hace que no esté muy atento a nada, tengo la memoria ram suficiente para aguantar con los ojos abiertos y el corazón cerrado para no morir, a pesar de todo, de tristeza por su marcha.


Mi adiós, incluso mi caricia leve, y mi sonrisa amarga son lo único que se cruza entre nosotros. Nada de reciprocidad. Ella callada, como de costumbre. Quizá me reprocha que la deje ir, así de fácilmente. Quizá si yo le hubiese pedido que se quedase… quizá… no. No y no, se va y se tiene que ir y yo me tengo que quedar aquí solo, sin ella. Estaré bien. O no?

Diez, cincuenta, cien, mil metros. Nunca serán suficientes mientras la siga viendo en la lejanía. Se ha ido, aunque no la he visto desaparecer. Por tanto, técnicamente no se ha marchado aún. Una curva traicionera me devuelve al hecho consumado. Ahora no la veo, ahora sí que se ha ido.


Volveré a mis quehaceres, será lo mejor. Mis papeles, mi teléfono, mis conversaciones sobre quién sabe qué. De repente, en mi mente se cuela una intrusa. Mi pequeña hija. Son las siete, ahora estará dormida, vaya suerte que tiene la tía. Y en mi preciosa mujer. También ella reposa en brazos del colchón, nada de Morfeo. Ese que se abrace a otra, mi mujer ya está cogida.


Dejo marchar una parte de mi existencia. Un sueño de juventud (uno de tantos, estúpida juventud) que aunque breve y desaprovechado, me dio muchas alegrías.

Me siento en mi escritorio. Empiezo a trabajar. “Amigos, ahora sí puedo decir que he vendido la moto, mi queridísima vespita; ya se la han llevado; espero que tenga una buena vida allá donde va”. Silencio respetuoso, muchos saben lo que la quería. Pero también saben que ella estaba muerta de aburrimiento por mi culpa. Y a una hembra de ese calibre, no se la puede tener aburrida.


SP