miércoles, 21 de julio de 2010

APADRINAR ES MODERNO

Si, lo digo yo que acabo de apadrinar a una niña de un pueblo indio vete tú a saber en qué rincón perdido de aquel país, por mucho croquis que me manden. Para mí eso es lejos y nada más.

Un concepto curioso el de apadrinar a un niño remoto. Remoto por lo lejos. Das tu número de cuenta, te pasan los recibos y te mandan una foto y dos o tres cartas al año. Tú puedes escribir y/o mandar regalos, siempre que no sean ostentosos o políticamente incorrectos (tengamos en cuenta que en esos pueblos lejanos no viven como nosotros). A partir de ahí, te puedes fiar o no.

Yo, a la gente que se lo cuento, siempre me dice que “eso no llega a los niños, cualquiera sabe a dónde va a parar tu dinero”; lo puedo aceptar. Puedo aceptar el miedo, la reserva a mandar dinero tan lejos sin saber qué se va a hacer con él. Lo único que queda es la fe en el buen trabajo de tantas y tantas organizaciones que tanto se preocupan, al menos cara a la galería. Nosotros hemos escogido una ongd (la d es de desarrollo) bien conocida, lo que aparentemente habría de ser garantía. El hecho de que te inviten (previo pago, claro está) a visitar el lugar donde supuestamente va tu cuota mensual también tranquiliza, al menos a mí. Así que he adquirido un compromiso de diez años para con una niña india de ocho, en virtud del cual una miserable parte de nuestras ganancias en forma de cuotas mensuales (esto es un proyecto familiar) van a parar al conjunto de la comunidad donde está la niña en cuestión; lo que me parece mucho más razonable que otras propuestas mucho más utópicas y, por tanto, algo más inverosímiles. Se hace un fondo y se usa todo el dinero para hacer cosas por y para la comunidad. Pero nada de dar paquetes de arroz con un dibujito de una madre abrazando a un niño. Sanidad, enseñanza, técnicas de agricultura, cosas realmente prácticas. Nada de quitahambres.

Le pensamos enviar lápices, cuadernos, todo lo que se nos ocurra. Cosas que aquí no tienen mucho valor. También le escribiremos una carta. Llevo mucho tiempo pensando en qué le pondría. La verdad, no encuentro las palabras apropiadas para decirle que mi ayuda es más o menos sincera. Cómo tapar el hecho de que, en cierto modo, esto tan moderno de apadrinar a un niño suena a calmar esa parte de nuestra conciencia que nos dice todos los días que no valoramos lo suficiente las cosas que tenemos, material y personalmente. Supongo que le gustará lo que le mandemos. Y cuando vea nuestra foto quisiera que pensase que lo que hacemos, el pequeño compromiso adquirido con ella, con su familia, es real y desinteresado, no nos mueve ninguna redención conciencil (toma el inventa-palabras!). Porque esto es, sobre todo, voluntario.

Nombres impronunciables. Conceptos obtusos para nosotros (poblado, tribu, casta… jooder, esto no es real). Pero cotidianos para ellos, gente que en el fondo son como nosotros. Aunque muy lejos. Pero como nosotros. Ver la foto de nuestra nueva “hija” me dice que hay que agotar los esfuerzos de que este puto mundo sea algo mejor cada día. Ahí van mis dieciocho euros al mes para ello.

SP

TÍAS PUTAS!!

Cuando tenía unos seis o siete años, mis padres, en un pequeño viaje, me trajeron como recuerdo un coche de juguete. De esos pequeños, a los que se les abrían las puertas de delante y no tenían matrícula, cosa que a mi siempre me extrañaba mucho. Yo siempre he sido muy aficionado a los coches, de todas las formas y colores. Mayúscula era, pues, mi alegría por recibir aquel regalo. Era domingo por la tarde.

Al día siguiente, mi padre iba a la barbería y me preguntó si quería acompañarle; gustoso accedí porque él siempre me dejaba libertad de movimiento para poder jugar a mis anchas en la calle con mis coches, además la barbería estaba rodeada de altas aceras que hacían de estupendas carreteras para mi nueva adquisición. La ocasión perfecta para hacerle un buen “rodaje”.


Dicho y hecho. Salí a la calle. Era noviembre, recién anochecido, y había llovido un poco, por lo que la calle tenía esa pequeña capa de extraña suciedad característica de un día gris, mezcla de agua, polvo y neumáticos. Me dispuse a acercarme a una acera próxima que parecía una pista perfecta para mi propósito. Pero un bordillo traicionero me hizo perder el equilibrio y el poder sobre mi pequeño coche. Salió disparado directamente al centro de la calzada, donde los coches (los de verdad) pasaban con asquerosa frecuencia. Se lo iban a cargar.


Y así pasó. Un coche rojo oscuro pasó encima de mi pequeño coche, convirtiendo mi precioso deportivo en un triste sándwich de metal y plástico. Por lo menos rodaba.

La cuestión, y es lo que me marcó para siempre, es que pasó una pareja de mujeres con niños y me vio con la cara completamente desencajada. Mi terror era absoluto, indefinible aún tras más de veinte años que han pasado. Recuerdo que una de ellas se ofreció a ayudarme y recuperar mi coche, ya maltrecho pero expuesto a un nuevo envite de cualquier otro vehículo; y yo no me atrevía a cruzar solo. Pero la otra mujer reía a carcajadas mirándome y decía a la primera que se dejase de tonterías, que iban tarde. Mi salvadora probable se convirtió en fallida. Se fue sin ayudarme. Allí estaba yo, pensando en que si cruzaba, casi mejor que me atropellara antes que llegar a casa y que vieran el coche recién comprado como un guiñapo. Tías putas!

Respiré hondo y me lancé a la carretera. Los coches me pitaban, yo corría. El pobre cochecito yacía herido de muerte y yo me acercaba, mientras corría. La carretera no se acababa. Los coches se me acercaban y yo no paraba, en pleno paroxismo. Como aquellos corredores de relevos, me agacho rápidamente y tomo el coche-guiñapo. Sigo corriendo hasta estar a salvo al otro lado de la calle. Si me hubiesen hecho un electrocardiograma en ese momento, hubiese chafado los fusibles.

El resto de la historia es corto. Volví por el paso de peatones a mi punto de origen y callé. Callé hasta hoy, cuando transcribo lo ocurrido y reflexiono sobre todo. Llevo reflexionando sobre aquello toda la vida. Respecto al pobre cochecito, le di una digna jubilación en un pequeño desguace que monté en su honor. Nadie supo jamás qué le pasó al coche.

Y ahora que soy algo más alto que entonces, me planteo el hecho de ayudar a alguien en apuros como una forma de curar la herida causada aquella funesta tarde-noche. Más aún siendo padre. No existe en mi mente escenario posible donde no ayudase a mi pequeña hija ante el más estúpido de los problemas; por supuesto que no lo digo por mi padre, que el pobre era ajeno a todo lo ocurrido mientras le pelaba el buen Julián, que en paz descanse. Seguro que me hubiese ayudado. O no, eso no me preocupa. Me preocupa que yo alguna vez en la vida pueda ser igual que cualquiera de esas dos personas que no me auxiliaron. No me lo perdonaría nunca.

Quizá esté todo un poco sacado de quicio, lo se. Tiendo a analizar en exceso las cosas que me pasan hasta sacarles una punta que quizá no tienen. La cuestión es que tengo rachas de fe en la raza humana, pero si me hubiesen ayudado esas dos pájaras, a lo mejor mis rachas buenas serían más largas. O sencillamente, más.

SP