martes, 20 de octubre de 2009

LOS SONIDOS DE LA MUERTE

Son las cinco y cinco. El entierro comenzaba a las cinco, así que tengo tiempo de llegar a la mitad. Además, seguro que se retrasa un poco.

Cojo el coche, arranco y suena "Disneylandia", de Jorge Drexler. Enciendo un cigarro, me da tiempo a fumar mientras llego. Por otro lado, casi seguro que no hay sitio para aparcar cerca, así que puedo encender otro. Mientras, el limpiaparabrisas gira con insistencia, llueve fuerte y hace su trabajo eficientemente.

Tenía toda la razón. No hay aparcamiento cerca de la parroquia, así que tengo que buscar en otros puntos lo más cercanos posibles. Cien metros... nada. Ciento cincuenta metros... nada. Cinco calles y muchas gotas de lluvia... por fin! Aparco mientras Jorge Drexler finaliza su tema. Mi cigarro también se ha consumido, tendré que encender otro. Tengo tiempo, como he aparcado en el quinto demonio... Sigue la lluvia, aunque el limpia se ha parado como el coche. Ahora toca correr si no me quiero poner como una sopa.

Aunque el centro, como una de sus pocas ventajas, ofrece numerosas cornisas que propician que no haga mucha falta correr si sabes cobijarte entre los portales y demás huecos. Te mojas, pero no lo suficiente. Otra vez el mechero, ahora el fondo sonoro es el de la lluvia sobre el suelo y sobre una hiedra preciosa que decora una pared. No hay mucha gente en la calle, cosa normal.

Alcanzo la parroquia tras casi terminar mi segundo cigarrillo; en la puerta están los conductores del coche fúnebre, que hablan de lo mal que se ha puesto la tarde. Saludo de forma ininteligible, ya que no me harán ni caso, y entro en la iglesia.

El cura habla, la gente me mira. Me siento observado por cientos de pares de ojos que se preguntan qué tengo que ver con el muerto. Nada, parecen contestar mis ojos. Solamente soy amigo de la nieta.

La gente está en pie cuando entro. Las fórmulas normales de una misa. Todos en pie, todos a sentarse, de nuevo en pie, gestos con las manos, la paz sea contigo y toda la parafernalia... todo eso y el crujido de la rancia madera al maniobrar los presentes son característicos del local en el que estoy. Rancia institución, rancia madera. A mi entender claro, yo estas cosas no las comparto pero por supuesto las respeto, y si mi amiga quiere estar aquí, entonces tendré que venir a donde ella está.

Acaba el acto. El sonido de una especie de recipiente del que el sacerdote vierte cierta cantidad de agua con destino al ataúd me lo indica. Ahora empieza la rueda de reconocimiento, como yo le llamo. Los familiares suben al altar para agotar su escaso saldo de dolor y pena, todos podemos asistir a la escena; te pones en la cola y esperas tu turno.

Todos pasan frente al altar, el ataúd y los familiares están a tu derecha. El procedimiento es tan silencioso como el resto del proceso. Al pasar, miras sin mirar y mueves la cabeza para expresar tus respetos a la familia. Yo nunca he sabido cómo hacer en esa situación, lo encuentro complejo. Intento huir de los convencionalismos, tan sumamente arraigados en la institución. Pero es imposible. Aunque sí se puede innovar un poco, pienso yo. En absoluto silencio, miro a los padres, tíos, primos, de los que conozco a la mitad de la mitad... y lanzo una sonrisa y un beso a mi amiga, que me dedica una sonrisa dulce aunque amarga, cosa normal dada la naturaleza de la situación que está viviendo.

Paso la rueda y pienso en la gente que me precede, y en la que va detrás de mí. Pienso en que tras salir, al igual que yo, seguirán con sus vidas. Hacer recados, irse a trabajar, volver a casa, recoger a los niños del colegio... cualquier cosa.

Finalmente, saludo a otro amigo que está sentado cerca del epicentro de todo esto. Salgo al exterior, sigue lloviendo; tendré que correr de nuevo, maldita sea. Pero mi cigarrito no me lo va a quitar nadie.

Tras un nuevo pseudo-remojón, llego al coche de nuevo, arranco y el sonido del limpiaparabrisas vuelve a repiquetear junto con la lluvia, ahora suena música clásica. Vuelvo a la normalidad, tras quince minutos en posición "mute".

Vuelta a la oficina, el teléfono suena. Hay gente esperándome. Muevo un poco los músculos faciales y empiezo a hablar. Menos mal, ya me estaba asustando de tanto silencio...

SP

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